lunes, 27 de mayo de 2013

Crítica de la Razón Clasicista - Parte 1

A los lectores del blog

Este post es la primera parte de un futuro libro que espero corregir y publicar en formato físico con el tiempo. Se trata de la respuesta a una pregunta filosófica: mi "propia" pregunta filosófica, aunque muchos se lo hayan ya preguntado (Gadamer p. ej.). Sin embargo, poco a poco se irá descubriendo el alcance universal de esta pregunta. Y no es una pregunta que se regodea en el círculo por ella creado, en su autorreferencia, en la metafísica pseudo-perenne y demasiado humana que invoca, en una supuesta inutilidad: antes bien, remite a los más íntimos hábitos humanos en sus distintas fases educativas. Se trata de la respuesta a la pregunta por el sentido de lo clásico. Es una pregunta, en cierto modo, por el sentido del hombre y de su educación; en sus rincones más oscuros y profundos se trata de una pregunta por el sentido de la técnica y de su transmisión a lo largo de las generaciones. De aquí el carácter universal de esta pregunta, y por lo expuesto, su carácter filosófico. Infantil sería decir "filosófica, pero no inútil". Es mejor decir: "filosófica, y por lo tanto no inútil".

Dedico esta reflexión a mis amigos, compañeros, alumnos y profesores de Filosofía y de Letras de la Universidad del Sur.

Introducción

“¿Está el pasado tan muerto como creemos?” Esta pregunta, empleada por el buen anticuario Ezra Winston en la historieta argentina Mort Cinder, es el punto disparador de esta reflexión que intenta abrirse paso entre los polvorines de la cruenta batalla cuyos dos contendientes son, por un lado, quienes consideran que el aprendizaje de las llamadas “lenguas clásicas” no es necesario para el estudio de la filosofía, dada nuestra cultura, y por otro lado, quienes creen que la enseñanza de las mismas no tiene por qué adaptarse al contexto cultural actual.

Parece que esta verdadera antinomia se asemeja sobremanera a aquella que Kant denominaba “Antinomie der reinen Vernunft” (“Antinomia de la razón pura”), una pelea sin cuartel y a veces hasta sin fundamento, entre el “escepticismo” y el “dogmatismo” de los siglos XVI, XVII y XVIII.

De la misma manera que Kant, creo que vale la pena el esfuerzo de intentar poner fin a todos aquellos argumentos a mi juicio falaces que ostentan ambas posturas. Aunque corro el riesgo de quedar atrapado en un fuego cruzado, intentaré, cabalgando junto con los corceles de la cordura y mi auriga que es la retórica, eludir las balas, las piedras y los dardos de la manera más decorosa posible.

Pero para comenzar a establecer las negociaciones de paz, será preciso conocer la historia de este conflicto. Sólo así podré observar con mayor claridad la situación actual del mismo y su inserción en el marco cultural en el que vivimos. Seguidamente, revisaré los argumentos que esgrimen ambas posturas, para así aceptar aquellas justificaciones que me parezcan plausibles y rechazar otras que me parezcan falaces.

Sin embargo, un abordaje histórico minucioso cronológica y geográficamente será tema de otra investigación, tan o más importante que la presente. Nuestro análisis histórico versará en torno al concepto de la palabra “clásico”, adjetivo normalmente usado como predicativo (cuando decimos “x es un clásico”), como atributo (“las obras clásicas”, “la cultura clásica”, “los textos clásicos”, y demás) y como adjetivo sustantivado (“lo clásico”, “los clásicos”). En esta palabra es, como veremos, donde se halla la definición de la sociedad occidental.

Por último haré explícito mi punto de vista en este asunto, abarcando tres planos: el político, el económico y el lingüístico-filosófico.

1. Definición de lo clásico

El adjetivo “clásico” es definido normativamente (por el Diccionario Espasa-Calpe y por el de la Real Academia Española) en estos términos:

Espasa-Calpe dice:

A. Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier manifestación artística o científica.
B. Que se adapta a lo marcado por la costumbre o la tradición.
C. De tradición culta, por oposición a la ligera.
D. De la antigüedad griega y romana, por oposición a la modernidad.
E. Que, por su importancia o valor, ha entrado a formar parte de la historia.

Por su parte el DRAE define:

(Del lat. classĭcus).

1. adj. Se dice del período de tiempo de mayor plenitud de una cultura, de una civilización, etc.
2. adj. Dicho de un autor, de una obra, de un género, etc.: Que pertenecen a dicho período. Apl. a un autor o a una obra, u. t. c. s. Un clásico del cine.
3. adj. Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia. U. t. c. s.
4. adj. Perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia, en el que se establecen teorías y modelos que son la base de su desarrollo posterior.
5. adj. Perteneciente o relativo a la literatura o al arte de la Antigüedad griega y romana. U. t. c. s.
6. adj. Dicho de la música y de otras artes relacionadas con ella: De tradición culta.
7. adj. Que no se aparta de lo tradicional, de las reglas establecidas por la costumbre y el uso. Un traje de corte clásico.
8. adj. Típico, característico. Actúa con el comportamiento clásico de un profesor.

De estas definiciones, que luego analizaremos críticamente, podemos extraer dos hechos muy relevantes para nuestro objetivo:

A. La concepción de “lo clásico” remite todo el tiempo a oposiciones.
B. La imposición de éstas es llevada a cabo por un agente personal-impersonal, un “se”, o, como se diría actualmente, una tendencia. En este sentido, la palabra alemana “man”, bien descubierta a mi juicio por Heidegger (Ser y TIempo) constituye una piedra de toque fundamental para comprender a este “se”.

Lo clásico (como su etimología lo dice) remite a una oposición “de clase”, alto-bajo, grande-pequeño, proveedor-deudor, y que como tal remite a una apropiación: apropiación del proveedor (alto, grande) y del deudor (bajo, pequeño) en tanto se establece su definición. En el concepto de “apropiación” es donde lo clásico halla sus profundas raíces, y es en él donde se halla lo más propiamente occidental. Me atrevo a decir, incluso, que sólo es plausible una crítica del capitalismo actual si tomamos en cuenta el concepto de apropiación. Por eso mismo, desde el cristianismo o desde cualquier forma de monoteísmo o teocracia no puede existir, por numerosos y bien intencionados que hayan sido los intentos a lo largo de la historia, una crítica plausible al sistema económico actual, ya que el cristianismo es éticamente un apropiador, especialmente mediante su llamado a defender la fe por la evangelización. En él se hallan las raíces históricas de Occidente. Pero tampoco es posible desde el marxismo ranciamente ortodoxo, y de sus variantes despóticas como el estalinismo, desde el momento en que se apropia de lo proletario. Mucho menos cualquier totalitarismo como el fascista italiano o el socialista alemán. Toda doctrina que acepte “artículos de fe” jamás puede conducir a la humanidad a una consideración metafísica del otro, en la medida en que el otro queda totalizado en un juego de oposiciones invocado por dichos artículos de fe, y en la medida en que el intermediario fundamental para dicha totalización son los “preámbulos de fe”, verdades probables mediante la razón pero que la revelación (metafísica, pseudocientífica o religiosa) supone.

Seguidamente analizaremos cuántas y cuáles son las oposiciones mencionadas, para así realizar una crítica a las mismas aplicándola a un hecho concreto: la enseñanza de las lenguas “clásicas”, es decir, griego y latín.

2. Lo clásico como la oposición modelo – imitación

El “se” constituye a algo como modelo. Todo lo que a partir de allí es generado no es más que imitación.

Las lenguas clásicas son modelos para otras lenguas, llamadas vernáculas. Los textos clásicos, las obras clásicas, son modelos para los textos no clásicos. Los autores clásicos son modelos para los usuarios no clásicos. De modo que las lenguas vernáculas, los textos y usuarios no clásicos no son sino imitaciones. Esta forma de concebir las lenguas, las producciones y los usuarios pone a lo clásico en un pedestal de oro, al mismo tiempo que coloca a lo no clásico en rango de siervo, porque, por un lado, su existencia efectiva rinde perpetuamente tributo a lo clásico, pero por otro lado, no deja de estar en deuda con él.

Pero también es cierto que el modelo no existe sin imitación. Justamente, porque existe la traducción, existe el original. Porque existe la imitación, existe el modelo. Porque existe la apropiación, existe lo apropiable. Es imposible que lo clásico se sustente y conserve su estatus sin la existencia de lo no-clásico. La parte baja de la jerarquía, cosa curiosa, da sentido a la jerarquía. Sin influencias lo clásico muere.

¿Es que pretendemos que este juego de oposiciones, inevitable tal vez para la naturaleza humana, muera? ¿Pretendemos que desaparezca el carácter de la influencia? En absoluto. Recién ahora puedo contemplar el carácter universal de la pregunta por el sentido de lo clásico, pregunta que por cierto conlleva una presuposición y una dirección que le da dicha presuposición. Lo que pretendemos al mostrar este juego es situarlo históricamente, tanto en su génesis como en su desarrollo, valorarlo éticamente y evitar su naturalización de manera tal que se evite la perpetuación ciega de una tradición que en muchos de sus aspectos se revela como incapaz de propagar en la práctica los valores morales que dice defender en la teoría.

Pocos siglos antes del Renacimiento comenzaron a valorarse las lenguas vernáculas, adquiriendo cada vez más independencia de las lenguas clásicas, al punto de confeccionarse textos en esas nuevas lenguas. Con el avance de los siglos, el modelo científico y artístico de los textos clásicos perdió su rango de supremacía, aunque conservó buena parte de su importancia.

Actualmente, el latín sigue utilizándose como lengua oficial en la religión católica y en algunos nombres científicos, al mismo tiempo que en ciertas manifestaciones poéticas y en artículos de enciclopedias importantes como Wikipedia.

El griego llamado puro, por su parte, fue utilizado en la mayoría de los registros escritos hasta 1982, cuando el gobierno griego introdujo el sistema de ortografía monotónico, reemplazando al anticuado sistema politónico, hecho que marcó el triunfo de la lengua demótica sobre la lengua pretendidamente clásica, con un vocabulario ya por aquel entonces de culto. El antiguo sistema continúa utilizándose en registros escritos aislados o en textos litúrgicos de la religión cristiana ortodoxa.

Paulatinamente, y especialmente con la industrialización, se fue perdiendo de hecho el modelo clásico, aunque a lo largo de la modernidad hubo fuertes intentos de recuperación, con las concepciones neoclásicas en contextos políticos como la Alemania nazi o la Italia fascista. Hitler mismo, en Mein Kampf, propone explícitamente dar énfasis a los estudios humanísticos: “En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no prescindir del estudio de la época clásica. La historia romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.” (M. K. 2º parte, cap. 2)

Si queremos ser usuarios de griego antiguo y latín, ¿acaso nos sometemos voluntariamente a lo clásico, a esta dualidad modelo-imitación planteada por la cara más aberrante de las distintas fases históricas del mundo occidental? Nuestra respuesta es sí. Pero enseguida puntualizaremos en qué medida nos distinguimos de los marcos ideológicos de lo clásico.

Al constituirnos como usuarios de griego antiguo y latín, nos imponemos detener su evolución, asentándonos en los períodos históricos en que estas lenguas tuvieron gran relevancia, sea por la extensión geográfica de su uso, sea por la influencia de sus registros escritos; esto en última instancia depende de cada uno de nosotros. Por ejemplo, estudiamos griego por ser la lengua de Platón o la del imperio de Alejandro Magno, y estudiamos latín por ser la lengua de Cicerón o la del imperio romano. Aquí sí somos clasicistas.

Pero en el hecho mismo de hacernos usuarios nos estamos distinguiendo de quienes consideran que estas lenguas son monumentos inmaculados debido a la lejanía geográfica e histórica que poseemos con quienes fueron sus hablantes nativos.

Con esta concepción en mente, podremos penetrar más profundamente, más sensorialmente, en las culturas griega y romana, de modo que seremos capaces de reconocerlas como ajenas. De esta manera, nuestro compromiso con ellas será más respetuoso que el de las ideologías de lo clásico, porque con nuestro aprendizaje no fijaremos un modelo de identificación bajo el que después impondremos un contra-qué. Antes bien, pondremos en tela de juicio sus categorías y nos cuidaremos de no repetir lo que, desde una ética del otro, podemos considerar sus errores, para poder pensar en otras formas de ver el mundo.

A su vez, esta visión nos permite comprender que no pretendemos revivir lenguas muertas sino examinar determinados períodos históricos de lenguas vivas, vivas por su influencia en otros idiomas y vivas también por su influencia en las culturas actuales. En última instancia, lo que pretendemos es hallar los criterios de constitución del mundo occidental actual, que se ha apropiado de estas dos culturas.

Comprender esto es importante para entender algunos fenómenos actuales como el estado hodierno de la lengua española. Detrás de la Real Academia Española se está escondiendo una concepción humanista antiquísima que remite al viejo esquema de lo clásico. Esto se puede ver en el tinte normativo de sus gramáticas y en la impronta de clásicas de sus ediciones. Estudiar las lenguas y culturas griega y romana, como vemos, se torna fundamental para comprender cómo se produce el fenómeno de la jerarquización lingüística, estética y étnica en Occidente, de modo que podamos, por lo menos, criticar las categorías bajo las cuales ésta se da.

Nosotros nos oponemos al prejuicio de que, por no quedar hablantes nativos de griego y latín, no debemos siquiera intentar hablar estas lenguas como usuarios competentes. Por el contrario, creemos que debemos hacerlo, para emprender una búsqueda a nuestro criterio más sincera de las categorías de esas lenguas bajo las cuales se sentaron las bases de culturas tan influyentes en el mundo occidental actual. Éste es el último pilar que debemos derribar para dejar de entender al griego y latín como “clásicos”.

La enseñanza actual, que sigue presupuestos de antaño, de estas lenguas nos hace ver todavía la vivacidad del griego y latín como clásicos, como estáticos, como muertos. Según la mayoría de los docentes:

A. El alumno debe, como Rubén Darío, “perseguir la forma” de la palabra de la lengua clásica, para llegar a un conocimiento puntual y minucioso de la misma. No importa su contenido (ni su significado ni su uso), porque para eso disponemos de un buen diccionario que presupone el cabal conocimiento de la morfología.

B. El alumno debe comprender sólo los “rudimentos” de la sintaxis, para poder interpretar esas formas nominales y verbales cuyo significado desconocemos, y para poder darnos cuenta, en definitiva, de que al texto clásico no vamos a llegar nunca.

C. El alumno no debe jamás poner en uso la lengua, no sólo porque no existen nativos con los que podamos conversar y porque se ha perdido para siempre el contexto cultural en el que este idioma se desarrolló, sino también porque desconocemos su verdadera pronunciación y porque la estructura estática del texto clásico siempre prevalecerá sobre el uso.

¿Cómo se han gestado estos presupuestos? ¿Cómo ha sido posible? Nos preguntamos esto, no sólo con ánimo inquisitivo, sino también con un amargo y profundo pesar.

3 comentarios:

  1. Recomiendo la lectura de esta obra:

    http://odiseadeunfilologo.blogspot.com.es/p/extras.html

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  2. Me refería a esta:

    http://odiseadeunfilologo.blogspot.com.es/

    un saludo

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  3. Saludos, Suleiman, y muchísimas gracias por tu recomendación!!! La tendré muy en cuenta.

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