lunes, 25 de mayo de 2015

¿Qué es el helenismo?

¿Qué es el helenismo? O mejor, ¿en qué nos convertimos cuando nos convertimos en helenistas? Intentaré dar una respuesta profundamente personal a esta pregunta, para dar la posibilidad a que otro pueda responder de la misma manera a ella (es decir, de forma profundamente personal). De hecho, ser helenista (para mí) es básicamente otorgar a otro la posibilidad de serlo, como lo han hecho conmigo mis profesores de griego (incluso aunque haya debido ser crítico con ellos en algunos aspectos).

Ante todo, considero que el helenismo es una pasión. Una pasión que impulsa desde adentro, sea a través de la sangre o a través del espíritu. Porque el helenista reconoce que la sangre tira, pero el helenista no es racista: reconoce que la pasión es transmisible; que podemos cautivarnos ante la arquitectura griega o ante un texto griego sin ser necesariamente griegos, pero que nos hacemos griegos al descubrir, en cada obra griega, toda la historia y, como dijo un gran helenista que es Saúl Tovar, esa unidad polimorfe que es Grecia, Hellás, diversificada en sus distintas ciudades y unificada, cada vez a su modo, en los sucesivos siglos. Lejos están de ser profundamente helenistas los de Amanecer Dorado, que en su afán nacional(social)ista, no se dan cuenta de que no son sino importadores de ideologías occidentales, en ese sentido, ya que dan a Grecia la impronta de raza cuando en realidad, no es nada más ni nada menos que una cultura.

Ser helenista es sentir a Grecia en cada retoño de esa cultura milenaria, y ver que cada retoño de ella es en sí mismo un legado, y que en ese legado a su vez hay otros tantos legados (Castillo Didier reconoce bien esto). No se trata sólo de las grandes obras de un Eurípides, ni de la cerámica de un Polignoto, ni de la escultura de un Fidias, ni de los versos délficos ni de las inscripciones ni de las leyes de un Licurgo o un Solón, no: es también la vida candente del pueblo griego en los cafés y las tabernas, es también la música de un Xatzidakis, es también la novela de una Alki Zei, también el mundo al que se entra al entrar en una iglesia bizantina, adorar a una Glikifilusa, encender una vela mientras se escucha el retumbante eco de un coro que adora al Kirios, símbolo de la vida de un pueblo profundamente religioso y que frente al invasor turco y al buitre occidental (culturas que, sin embargo, no pudieron evitar ser cautivadas, cada una a su manera, por el genio griego, al punto de convertirse en sus herederas, como sucedió también con las culturas balcánicas y la cultura grecobudista, en los confines del imperio de Alejandro) se valió de sus legados para perdurar aún en las condiciones más extremas. Y sobre todo se valió de la transmisión de sus valores y lograr con ello que sus valores tengan actualidad; así lo reconocen Schadewaldt o Finley.

Pero ser helenista no es solamente sentir a Grecia toda en nuestro corazón. Tal cosa sería dejar de mirarnos a nosotros mismos y contemplar en una visión exquisita y metafísica, inefable e intransferible, a Grecia. Colocarnos en Grecia y convertirnos a partir de allí en autistas.

No. Ser helenista es también pensar y discurrir, y sobre todo, pensar a Grecia. Y pensar en el otro con respecto a Grecia, que por ejemplo podemos ser nosotros, hispanohablantes occidentales.

Ser helenista conlleva encarnar los valores que evocan el legado griego y defenderlos a través de la transmisión. Y ¿qué mejor transmisión que el ejemplo?

¿Pero cuáles pueden ser esos valores? Primeramente el griego dice lo que piensa; el griego necesita expresarse, necesita alzar su voz. Para decir lo que se piensa se necesitan dos cosas: en primer lugar, la libertad, y en segundo lugar, la necesidad de otro interlocutor con el cual estoy debatiendo, frente al cual pretendo hacer valer mi opinión. Por eso el griego es artista, por eso esculpe, por eso crea, por eso repite (y el griego nunca repite sin aportar algo propio) y transmite. Pero ser helenista no es, para mí, caer en la erudición o en la polimatía propia del academicismo que inunda, como una plaga, nuestras universidades; es intentar poner en práctica el conocimiento para el bien común (repito: ¿qué mejor transmisión que el ejemplo? ¿Para qué leer, por ejemplo, la Retórica de Aristóteles si no vamos a intentar aplicar lo que rescatemos de ella a la hora de dialogar e intentar cautivar a nuestra audiencia?). Los valores del nómos para la koinonía. La atenencia al nómos para resistir al poder, irónica paradoja socrática que se oponía a la fuerza como fundamento del poder. La posibilidad de dar la razón al otro para combatirlo y vencerlo en su propio terreno. Ser helenista consiste en atender al otro en ese sentido, porque conceder cuando se debe, decir lo que se debe cuando se debe es una forma de respetar al otro. Darle la posibilidad de saberse, si así lo creemos nosotros, equivocado. Aunque debemos cuidarnos de no lograr los méritos suficientes para que aquello que reprochamos en el otro se nos termine diciendo a nosotros.

Pero desde luego existe una Grecia guerrera y una Grecia asesina, negadora del otro ilota, del otro bárbaro, del otro inmigrante, del otro siervo, que no atiende a súplicas y apila cadáveres en el Escamandro. Ser helenista implica reconocer los atentados contra el otro y aprender de ello para no repetirlos. Ser helenista implica conocer la historia y no taparla. Nada más alejado del helenismo entonces que el gobierno turco negador del genocidio griego y armenio, nada más alejado que una República Macedónica que se proclama heredera de un legado que sólo pudo ser aportado por un griego. Sin embargo, el helenismo se ve reflejado en la conservación arqueológica de las ciudades de Asia Menor, que también lleva a cabo el turco, dando una muestra de respeto.

Ser helenista implica además hacer el esfuerzo de conocernos a nosotros mismos: ¿cómo reconocer al otro sin saber qué somos? Y ¿cómo reconocernos a nosotros mismos sin saber que existe un otro dios que puede, escondido bajo los andrajos de un mendigo o la hospitalidad de una pareja de ancianos, destruirme si me creo autosuficiente respecto para con el destino y el mundo circundante? Porque ser helenista implica ser autárquico y autónomo, pero no implica serlo sin el reconocimiento del otro. El individuo reducido a su propio interés y a sus “derechos de autor” es un invento occidental moderno, la libertad y la autonomía del individuo entendidas como tal traen consigo los problemas que hoy podemos observar en nuestras sociedades, que pese a los grandes esfuerzos insitucionales no logran vencer la apabullante dinámica del mercado, ámbito en que impera un darwinismo tal que el concepto de libertad individual se coloca como alfa y omega de su justificación. Y tal libertad no es otra que la libertad del poderoso, totalmente contraria a la libertad que defendería un helenista, porque, en pos de conseguir y ejercer esa libertad, nos convierte en aves de rapiña dispuestas a trepar en los puestos académicos o jerárquicos pisando la cabeza del otro.

Ser helenista es actuar de la forma propia en la circunstancia justa: templanza y moderación del alma a veces, plenificación del disfrute y goce del cuerpo otras. Es disfrutar de la vida sin olvidar dónde estamos y de dónde venimos.

Ser helenista es también reconocer valor a la política y reconocer que ser apolítico, además de una caradurez imposible de ser llevada a la práctica, representa una carga para el otro. Ser helenista implica poner la política por encima de la economía.

Ser helenista implica ser juez que sea justo en la repartija (nómos) y otorgue su respectivo valor a cada opinión (lejos está el posmodernismo de encarnar un valor helenista, en tanto sopesa todas las opiniones de igual forma y con ello deja espacio a que el mercado, es decir, la tendencia, deje que valore las opiniones de los hombres, en tanto la opinión que más se hace oír, a través de los medios de comunicación, es la que vencerá); ser helenista no necesariamente implica ser demócrata pero sí al menos ser más democrático que darle la palabra sólo al oligarca, como se hace en Occidente: ser helenista es tener la dignidad de un Diógenes ante Alejandro y hablar como Tersites en una asamblea, así como otorgarse la posibilidad de escucharlo si nos tocó ser Alejandro o Agamenón. Pero también es ser consciente de que Tersites puede burlarse de eventos desafortunados y acarrear su propia ruina por ello.

Ser helenista es instruirse en el mito y confiar en la palabra que comunica, que pone en común. Pero aquella instrucción puede convertirse en credulidad si no educa con el ejemplo para ser mejores para con el otro, y esta confianza puede convertirse en ingenuidad si no se aclara con precisión aquello que se quiere decir.

Ser helenista es enseñar a otro a serlo, es reconocer la importancia de la transmisión, como lo hacen Davis Hanson y Heath. Pero fundamentalmente ser helenista es aprender a serlo todos los días, aprender por otro y con otro.

Ser helenista es ser consciente de los valores políticos y ciudadanos que él mismo encarna y es ser consciente de la responsabilidad que asume en la transmisión de los mismos. Ser helenista es ayudar a otro a ser helenista.

Y más que nada, ser helenista (como lo han visto ustedes conmigo) es tomar una posición (y asumirla, como Rodríguez Adrados) ante el juego incesante de contradicciones que Grecia, en su historia, en su mito y en su pensamiento, nos propone. Contradicciones que bien halló un Vernant, que bien bosqueja Pedro Olalla.

Todos esos valores, creo, son los que encarna el helenismo. Todos pueden esgrimirse como resistencia, como críticos del poder fáctico de nuestras sociedades. Y como tales, no veo una razón suficiente para dejar de cultivarlos en todas nuestras sociedades humanas, que tan necesitadas de ellos están. Porque el helenismo, todavía lo creo, es una propuesta de valores susceptible de proyección universal que parte de un profundo amor por Grecia, en toda su extensión. El helenismo no será tal, pienso yo, si no es un helenismo del otro hombre.