¿Qué es el
helenismo? O mejor, ¿en qué nos convertimos cuando nos convertimos en
helenistas? Intentaré dar una respuesta profundamente personal a esta pregunta,
para dar la posibilidad a que otro pueda responder de la misma manera a ella (es
decir, de forma profundamente personal). De hecho, ser helenista (para mí) es
básicamente otorgar a otro la posibilidad de serlo, como lo han hecho conmigo
mis profesores de griego (incluso aunque haya debido ser crítico con ellos en
algunos aspectos).
Ante todo, considero
que el helenismo es una pasión. Una pasión que impulsa desde adentro, sea a
través de la sangre o a través del espíritu. Porque el helenista reconoce que
la sangre tira, pero el helenista no es racista: reconoce que la pasión es
transmisible; que podemos cautivarnos ante la arquitectura griega o ante un
texto griego sin ser necesariamente griegos, pero que nos hacemos griegos al
descubrir, en cada obra griega, toda la historia y, como dijo un gran
helenista que es Saúl Tovar, esa unidad polimorfe que es Grecia, Hellás,
diversificada en sus distintas ciudades y unificada, cada vez a su modo, en los
sucesivos siglos. Lejos están de ser profundamente helenistas los de Amanecer
Dorado, que en su afán nacional(social)ista, no se dan cuenta de que no son
sino importadores de ideologías occidentales, en ese sentido, ya que dan a
Grecia la impronta de raza cuando en realidad, no es nada más ni nada menos que
una cultura.
Ser
helenista es sentir a Grecia en cada retoño de esa cultura milenaria, y ver que
cada retoño de ella es en sí mismo un legado, y que en ese legado a su vez hay
otros tantos legados (Castillo Didier reconoce bien esto). No se trata sólo de
las grandes obras de un Eurípides, ni de la cerámica de un Polignoto, ni de la
escultura de un Fidias, ni de los versos délficos ni de las inscripciones ni de
las leyes de un Licurgo o un Solón, no: es también la vida candente del pueblo
griego en los cafés y las tabernas, es también la música de un Xatzidakis, es
también la novela de una Alki Zei, también el mundo al que se entra al entrar
en una iglesia bizantina, adorar a una Glikifilusa, encender una vela mientras
se escucha el retumbante eco de un coro que adora al Kirios, símbolo de la vida
de un pueblo profundamente religioso y que frente al invasor turco y al buitre
occidental (culturas que, sin embargo, no pudieron evitar ser cautivadas, cada
una a su manera, por el genio griego, al punto de convertirse en sus herederas,
como sucedió también con las culturas balcánicas y la cultura grecobudista, en
los confines del imperio de Alejandro) se valió de sus legados para perdurar
aún en las condiciones más extremas. Y sobre todo se valió de la transmisión de
sus valores y lograr con ello que sus valores tengan actualidad; así lo reconocen
Schadewaldt o Finley.
Pero ser
helenista no es solamente sentir a Grecia toda en nuestro corazón. Tal cosa
sería dejar de mirarnos a nosotros mismos y contemplar en una visión exquisita
y metafísica, inefable e intransferible, a Grecia. Colocarnos en Grecia y
convertirnos a partir de allí en autistas.
No. Ser
helenista es también pensar y discurrir, y sobre todo, pensar a Grecia. Y
pensar en el otro con respecto a Grecia, que por ejemplo podemos ser nosotros, hispanohablantes
occidentales.
Ser helenista
conlleva encarnar los valores que evocan el legado griego y defenderlos a
través de la transmisión. Y ¿qué mejor transmisión que el ejemplo?
¿Pero
cuáles pueden ser esos valores? Primeramente el griego dice lo que piensa; el
griego necesita expresarse, necesita alzar su voz. Para decir lo que se piensa
se necesitan dos cosas: en primer lugar, la libertad, y en segundo lugar, la
necesidad de otro interlocutor con el cual estoy debatiendo, frente al cual
pretendo hacer valer mi opinión. Por eso el griego es artista, por eso esculpe,
por eso crea, por eso repite (y el griego nunca repite sin aportar algo propio)
y transmite. Pero ser helenista no es, para mí, caer en la erudición o en la
polimatía propia del academicismo que inunda, como una plaga, nuestras
universidades; es intentar poner en práctica el conocimiento para el bien común
(repito: ¿qué mejor transmisión que el ejemplo? ¿Para qué leer, por ejemplo, la
Retórica de Aristóteles si no vamos a intentar aplicar lo que rescatemos de
ella a la hora de dialogar e intentar cautivar a nuestra audiencia?). Los
valores del nómos para la koinonía. La atenencia al nómos para resistir al
poder, irónica paradoja socrática que se oponía a la fuerza como fundamento del
poder. La posibilidad de dar la razón al otro para combatirlo y vencerlo en su
propio terreno. Ser helenista consiste en atender al otro en ese sentido,
porque conceder cuando se debe, decir lo que se debe cuando se debe es una
forma de respetar al otro. Darle la posibilidad de saberse, si así lo creemos
nosotros, equivocado. Aunque debemos cuidarnos de no lograr los méritos
suficientes para que aquello que reprochamos en el otro se nos termine diciendo
a nosotros.
Pero desde
luego existe una Grecia guerrera y una Grecia asesina, negadora del otro ilota,
del otro bárbaro, del otro inmigrante, del otro siervo, que no atiende a
súplicas y apila cadáveres en el Escamandro. Ser helenista implica reconocer
los atentados contra el otro y aprender de ello para no repetirlos. Ser
helenista implica conocer la historia y no taparla. Nada más alejado del
helenismo entonces que el gobierno turco negador del genocidio griego y
armenio, nada más alejado que una República Macedónica que se proclama heredera
de un legado que sólo pudo ser aportado por un griego. Sin embargo, el
helenismo se ve reflejado en la conservación arqueológica de las ciudades de
Asia Menor, que también lleva a cabo el turco, dando una muestra de respeto.
Ser
helenista implica además hacer el esfuerzo de conocernos a nosotros mismos:
¿cómo reconocer al otro sin saber qué somos? Y ¿cómo reconocernos a nosotros
mismos sin saber que existe un otro dios que puede, escondido bajo los andrajos
de un mendigo o la hospitalidad de una pareja de ancianos, destruirme si me
creo autosuficiente respecto para con el destino y el mundo circundante? Porque
ser helenista implica ser autárquico y autónomo, pero no implica serlo sin el
reconocimiento del otro. El individuo reducido a su propio interés y a sus
“derechos de autor” es un invento occidental moderno, la libertad y la
autonomía del individuo entendidas como tal traen consigo los problemas que hoy
podemos observar en nuestras sociedades, que pese a los grandes esfuerzos
insitucionales no logran vencer la apabullante dinámica del mercado, ámbito en
que impera un darwinismo tal que el concepto de libertad individual se coloca
como alfa y omega de su justificación. Y tal libertad no es otra que la
libertad del poderoso, totalmente contraria a la libertad que defendería un
helenista, porque, en pos de conseguir y ejercer esa libertad, nos convierte en
aves de rapiña dispuestas a trepar en los puestos académicos o jerárquicos
pisando la cabeza del otro.
Ser
helenista es actuar de la forma propia en la circunstancia justa: templanza y
moderación del alma a veces, plenificación del disfrute y goce del cuerpo
otras. Es disfrutar de la vida sin olvidar dónde estamos y de dónde venimos.
Ser
helenista es también reconocer valor a la política y reconocer que ser
apolítico, además de una caradurez imposible de ser llevada a la práctica,
representa una carga para el otro. Ser helenista implica poner la política por
encima de la economía.
Ser
helenista implica ser juez que sea justo en la repartija (nómos) y otorgue su
respectivo valor a cada opinión (lejos está el posmodernismo de encarnar un
valor helenista, en tanto sopesa todas las opiniones de igual forma y con ello
deja espacio a que el mercado, es decir, la tendencia, deje que valore las
opiniones de los hombres, en tanto la opinión que más se hace oír, a través de
los medios de comunicación, es la que vencerá); ser helenista no necesariamente
implica ser demócrata pero sí al menos ser más democrático que darle la palabra
sólo al oligarca, como se hace en Occidente: ser helenista es tener la dignidad
de un Diógenes ante Alejandro y hablar como Tersites en una asamblea, así como
otorgarse la posibilidad de escucharlo si nos tocó ser Alejandro o Agamenón.
Pero también es ser consciente de que Tersites puede burlarse de eventos
desafortunados y acarrear su propia ruina por ello.
Ser
helenista es instruirse en el mito y confiar en la palabra que comunica, que
pone en común. Pero aquella instrucción puede convertirse en credulidad si no
educa con el ejemplo para ser mejores para con el otro, y esta confianza puede
convertirse en ingenuidad si no se aclara con precisión aquello que se quiere
decir.
Ser
helenista es enseñar a otro a serlo, es reconocer la importancia de la
transmisión, como lo hacen Davis Hanson y Heath. Pero fundamentalmente ser
helenista es aprender a serlo todos los días, aprender por otro y con otro.
Ser
helenista es ser consciente de los valores políticos y ciudadanos que él mismo
encarna y es ser consciente de la responsabilidad que asume en la transmisión
de los mismos. Ser helenista es ayudar a otro a ser helenista.
Y más que
nada, ser helenista (como lo han visto ustedes conmigo) es tomar una posición (y
asumirla, como Rodríguez Adrados) ante el juego incesante de contradicciones
que Grecia, en su historia, en su mito y en su pensamiento, nos propone.
Contradicciones que bien halló un Vernant, que bien bosqueja Pedro Olalla.