Pero no cualquier gramática del griego clásico, sino de origen latinoamericano y particularmente argentino, en relación con la historia de la lengua griega, con contenido principalmente enfocado en la semántica y en la sintaxis y que apunte especialmente al filósofo.
La expresión ‘sistema filosófico’ (expresión a veces resumida en una más sencilla: ‘filosofía’) resulta un tanto burda, en la medida en que corresponde a la historia de la filosofía verificar que las doctrinas planteadas en los diversos corpus atribuidos a cada autor constituyan, en efecto, un sistema. Pero la expresión, proveniente del sentido común, existe, y en consecuencia, podemos definirla, también de manera burda. Si la definimos como “categorías y conceptos que, a la luz de un ordenamiento determinado, intentan dar cuenta del mundo”, notamos que esa definición coincide de manera inclaudicable con una definición, también generalísima, de ‘lengua’. Parece, entonces, que el estudio (reflexivo) de una lengua puede no distinguirse demasiado del estudio de las categorías empleadas por un filósofo. Ciertamente no puede hacerse una historia de la filosofía basándonos solo en la gramática de las lenguas en que esos filósofos escribieron, pero de ninguna manera puede hacerse sin considerarlas, aunque sea tangencialmente.
Por lo dicho queda expuesta la necesidad y, desde nuestro punto de vista, la obligación que tenemos los estudiantes y graduados en filosofía respecto del estudio reflexivo de las lenguas. Que este hecho, a nuestros ojos tan evidente en el caso de la lengua griega antigua, haya sido negado por ellos, no puede atribuirse totalmente al rechazo de la población general al dulce fruto del conocimiento, parte de la cual constituye el estudiantado. Más bien, puede atribuirse con mayor justicia a aquellos que, con falsa aureola divina producto de la egolatría y la idolatría académicas, han sido tan estrechos como para no revelar este aspecto en y por la enseñanza, creyendo, sin atender a la σωφροσύνη, que su florida y resplandeciente imagen de doctior bastaría para dotar a los estudios clásicos de aquella su magnificencia, y al mismo tiempo, tan obsecuentes con una mal entendida tradición clásica como para convertirse, con mayor o menor grado de molicie, sin atender a la σπουδή, en meros reproductores sometidos a los tiempos anuales o cuatrimestrales. Es decir que, a causa de ese sometimiento, sumado al sacrificio del tiempo de estudio de la lengua ante el altar de la investigación literaria, acotada a los espacios y límites del paper o de la tesis, terminaban por malentender ellos mismos aquello que parecían dar a conocer.
La primera víctima de ese sacrificio, por lo tanto, ha sido el sentido. Debemos entender ‘sentido’ en dos, valga la redundancia, sentidos. Por un lado, como aquellas razones por las cuales deberíamos incluir en cualquier plan de estudios de filosofía al estudio de la lengua griega, si acaso la pasión misma, por momentos irrefrenable en nuestro caso, no nos lleva a preferirla. Pero sobre todo, y como causa de aquello, ha sido sacrificado el sentido entendido como el universo de significados que encierran tanto las palabras como los diversos vínculos que existen entre ellas. No es difícil adivinar que, paradójicamente, la segunda víctima de ese sacrificio ha sido la propia investigación y, en consecuencia, la traducción: restringido al espacio parcial otorgado por los tiempos exigidos por una premura productivista, el sentido de los textos literarios no se analiza bajo una visión de conjunto, y por ende, las propias traducciones llevadas a cabo bajo estas precipitaciones declaman una irremediable deficiencia, particularmente en algunos pasajes donde parece evidenciarse un inquietante desconocimiento de la gramática[1]. En nuestra América, la siempre fecunda investigación lingüística, igualmente restringida, termina igualmente falta de una visión abarcadora, limitándose al aporte parcial, sin llegar a los fundamentos de los diferentes usos de la lengua, que existen, y sin cuestionar a fondo, bajo dicha visión, los marcos teóricos (siempre europeos y norteamericanos) en que esos aportes se basan. Están quienes aún consideran que una lengua es simplemente las relaciones entre sus componentes intrínsecos, sin tener demasiado en cuenta que una lengua es ante todo el intento de dar cuenta del fuero interno del hablante y de su mundo circundante. Pero también los hay quienes, creyéndose superadores de los primeros y alegando que pueden dar cuenta de los fundamentos de los usos lingüísticos, han abierto un abanico de rótulos semánticos ad hoc: lejos de llegar a su objetivo, lo único que han hecho ha sido diferenciar usos lingüísticos de otros innecesaria e injustificadamente, porque en última instancia no emanan de la lengua estudiada. Sin embargo, esas diferenciaciones, sin caer en reduccionismos, son reductibles a unos pocos fundamentos, provenientes del sentido común de un hablante que no necesariamente es un lingüista, como corresponde a una lengua llamada natural. Creemos imperiosa, entonces, una tercera posición al respecto: ni estructuralistas, ni funcionalistas.
No es necesaria, a los efectos de la transposición didáctica, la minuciosidad académica, pero sí tener en cuenta, hasta donde nuestra condición humana y nuestro buen entender lo permite, la mayor cantidad y la mejor calidad de frutos que la producción académica siempre otorga. En todo caso es necesario pensar en las severas consecuencias que la irreflexión sobre los marcos teóricos respecto del estudio de una lengua tiene en nuestros alumnos, que no se alimentan ni de tesis, ni de papers, sino que se nutren de nuestras enseñanzas… a los que debemos el máximo respeto, y por ende, no debemos darles comida rápida, como se encarga de exigir como única condición la comodidad del estructuralismo morfosintacticista, ni alimentarlos con “cerebros de sanguijuela”, a saber, rótulos semánticos hiperespecializados inabarcables, como podría ser un esquema de enseñanza funcionalista. El esquema estructuralista, todavía imperante en muchas universidades, se ha focalizado en la enseñanza de las regularidades morfológicas, asumiendo para sí el peor, y no el mejor, legado de la tradición clásica de los siglos precedentes. En consecuencia, llega de vez en cuando a considerar aspectos sintácticos del ‘uso de los casos’ y abarca de un modo tangencial o casi inexistente la riquísima semántica del verbo griego. Lo que se acabó obteniendo bajo esa lógica, del mismo modo que lo hacían las gramáticas precedentes, fue una simple recapitulación de datos: “aquellos verbos que significan tal y tal, se construyen con este caso”. De repente, la elección de los casos que exige un verbo resulta arbitraria, cuando no caótica. Por ejemplo, sin entender que existe un objeto-meta por cada caso oblicuo (incluyendo aquellos viejos casos indoeuropeos subsumidos en el genitivo y el dativo), resulta imposible entender aspectos semánticos fundamentales del verbo griego, como la causatividad, que exigen específicamente un acusativo objeto directo afectado. Y viceversa, sin el entendimiento de los fundamentos del sistema de voces del verbo griego, los regímenes sintácticos resultan un arcano digno de la alquimia más veneranda, y por lo tanto, el estudio del griego focalizado en la sintaxis y la semántica desde este esquema termina volviéndose un muro infranqueable tanto para el profesor como para el alumno. Ni que hablar de los matices ofrecidos por las preposiciones y los preverbios: por esto, la imaginación de los alumnos acaba convirtiendo en poco menos que un Hegel a un rústico ceramista del siglo V a. C. La lengua griega se vuelve, entonces, no producto de un pueblo que ha crecido junto con el resto de las comunidades organizadas de la humanidad, y que aún sigue vivo, sino un misterio cuasirreligioso a cuyo pueblo, inentendible, le son imputadas las más horrendas acusaciones de brujería o “milagro”, penados con la muerte o, lo que a veces resulta peor, con la resurrección de aquello que solo conviene a los europeos occidentales y norteamericanos, no sin que algún pseudopensador alemán le atribuya ciertos “olvidos”. Ante estos desvaríos hermenéuticos solo cabe una simple sentencia, como un peninsular lo haría, conciso y seco, como los buenos espartanos de la lengua española que son: los griegos que vos matáis gozan de buena salud.
La presión censora de atenerse a los esquemas morfosintácticos, cual franquismo lingüístico, ha provocado la vía contraria, cual destape. La necesidad de desnudar al contenido semántico de sus ataduras morfosintácticas ha dotado a la semántica y a la sintaxis griega de rótulos foráneos a la propia lengua, convirtiendo a la sintaxis del griego clásico en un galimatías inabarcable. En efecto, al invocar la intención del hablante sin considerar las herramientas lingüísticas con que este cuenta, y por ende, atribuyendo el abanico de intenciones del lingüista teórico al hablante de griego clásico, se ha logrado éxitos parciales susceptibles de discernirse y de especializarse: fecundos, por lo tanto, para la investigación académica. Pero la sistematización, la visión de conjunto, se vuelve una tarea harto complicada, no en la medida en que sea imposible, sino por el gran número de categorías a considerar, sin fundamento emanado de la propia lengua objeto. Con lo cual, aquello en lo que se incurre nuevamente es en la simple recolección de datos en última instancia, pero esta vez partiendo de supuestos matices que provienen menos del esquema categorial de un hablante nativo de griego clásico que de aquel del propio investigador, por lo general no griego. Desgranar voz de diátesis, modo de modalidad, es decir, lo propiamente semántico del fenotipo morfológico, resulta fecundo porque permite la observancia de aquella parte del universo semántico que trasciende la mera apariencia, no hay duda de ello: pero con eso se corre el riesgo de perder de vista que dicho universo semántico, de ninguna manera reductible a la morfosintaxis y ostentador de las relaciones del pueblo griego entre sus integrantes y para con el mundo, es un emergente de ella, de modo que los fundamentos de aquel universo, aunque superiores a la forma, deben ser inferidos a partir de ella, y no de la lengua materna del teórico o del investigador. El investigador funcionalista primero iguala el ser del hablante griego al suyo propio, y luego, así disecado, se lo apropia.
Nuestro intento debe ser el rescate de la tradición clásica, pero lo mejor de ella, y con ánimo revolucionario, no simplemente reproductivo, tal como lo exige el concepto antiguo de lo clásico. Para nosotros, esto consiste en sistematizar y jerarquizar, con la debida exhaustividad, aquello que consideramos simples colecciones de datos a la luz de la propia observancia de los mismos, provenientes de las diversas perspectivas de análisis de la lengua: establecer, con la precisión que la lengua griega permita, los fundamentos de su sintaxis y su semántica: intentar con ello contemplar la visión griega del mundo a través de su lengua, que ha inspirado a toda clase de hombres de letras y de manera peculiar a los filósofos. La filosofía que la lengua griega es capaz de otorgar al ser humano, la matriz de pensamiento del ἄνθρωπος griego.
Ahora bien, es cierto que la postulación de esos fundamentos de que está hecha la arquitectura de la lengua griega no pueden descubrirse (si cabe la expresión) por los meros usos del ático clásico (al cual, para suerte y desgracia de los griegos de todas las épocas, ha sido achacado el mérito de sermo excelsior), porque en ese caso, aquellos fenómenos de la lengua susceptibles de llevar el rótulo de “irregulares” (como los tiempos segundos de muchos aoristos), no revelarían el fundamento de esa supuesta irregularidad, es decir, su regularidad históricamente previa al momento del ático clásico (por ejemplo, el hecho de que ἐγενόμην, un aoristo de significado claramente propio de un “deponente” pasivo, se emplee con voz media: porque la voz pasiva con -η o -θη se incorpora a la fuerza a un esquema que era binario, de activo/mediopasivo). Y al mismo tiempo, aquellos fenómenos del griego koiné, neotestamentario, bizantino o moderno que sufrieron cambios (aparentes, fenotípicos) con respecto al ático clásico quedan sin explicación (por ejemplo, el hecho de que εἰμί, verbo en voz activa, pase a ser en griego moderno εἶμαι, a saber, un deponente que ya podemos decir que es un pasivo). Porque la arquitectura del sistema de voces no cambió: lo que cambió fue la forma en que aparece dicha arquitectura. Los ladrillos cambiaron de lugar, pero la arquitectura sigue estando. Y esto es descubrible solo a la luz de la consideración, hasta donde nuestra humanidad lo permita, de los diferentes períodos y dialectos históricos de la lengua griega, que por fortuna se hallan bastante bien documentados. Esta perspectiva permitirá, por lo tanto, la consideración de un hecho fundamental: las categorías que nos empeñamos en descubrir son las empleadas actualmente por los griegos, y esta es la mejor manera de demostrar que el griego es una lengua viva. Por lo tanto, que un médico norteamericano u occidental intente tomarle el pulso al pueblo griego para comprobar sus signos vitales es una tarea fútil, además de arrogante.
Lo dicho trae a colación otro hecho interesante: muchas de las reflexiones que aquí presentamos han sido inspiradas por lo que consideramos los mejores aportes, parciales y de conjunto, de los gramáticos griegos, antiguos y modernos. No se trata del simple rescate de remanidas teorías, y por ello, de un chauvinismo o un nacionalismo recalcitrante, que haría que ningún “bárbaro” tuviera el atrevimiento de acercarse a la lengua griega, no. Se trata, modestamente, del rescate del propio pueblo griego reflexionando sobre su lengua, su mayor bandera, su más encumbrado símbolo, el reflejo de una comunidad organizada de al menos 4000 años de edad y por cuyo estudio cualquier ser humano de cualquier parte del mundo sería capaz de dar su vida. Intentar devolver, desde la praxis liberadora latinoamericana, la lengua griega clásica a sus legítimos propietarios, intentando tomar, sí, lo mejor de cada lingüista, de cada investigador, de cualquier parte del mundo, sea norteamericano, europeo, asiático, oceánico, africano o latinoamericano. Pero haciéndola “nuestra” de otro modo que lo ha hecho el europeo occidental o norteamericano: de otro modo que la “apropiación”. En este sentido, la praxis liberadora latinoamericana confluye con la praxis peronista: la mejor emanación de los pueblos latinoamericanos (la filosofía de la liberación) y la mejor emanación del pueblo argentino (la filosofía peronista) al servicio del estudio de la mejor emanación del pueblo griego (su lengua). Aquella lengua que ha creado el nombre de, o en el peor de los casos, barnizado con prestigio muchas de las acciones y obras más “terribles” del ser humano sobre la Tierra toda, como reza el coro de Antígona. Aquella unidad polimorfe, como lo expresa Saúl Tovar, con su riqueza semántica y sintáctica propia, con su nutrida morfología, y con aquella belleza acústica propia del helenismo, que los erasmistas, muchas veces por falta de estudio de la lengua, aun pese a las evidencias, pretenden abolir. Aquella lengua que, con mayor o menor grado de avaricia, cada pueblo del mundo la ha reclamado para sí. Aquella lengua que es uno de los mayores tesoros de la humanidad y cuyo resplandor ha deleitado y asombrado los pueblos de todas las épocas y todos los rincones. Ante semejantes afirmaciones ahora nos preguntamos: ¿por qué no sería necesario un nuevo tributo a la lengua griega? ¿No es, acaso, absolutamente necesaria una nueva gramática griega?
Luciano A. Sabattini
11 de abril de 2025, en el 197vo aniversario de la fundación de Bahía Blanca.
A 1 mes y 4 días de la inundación.
[1] Por respeto al trabajo ajeno, evitaremos dar cuenta de estos pasajes, aunque los tengamos bien identificados.
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